Llegó el día de la boda.
Como ya es habitual desde que llegamos, nos levantamos temprano, desayunamos y acompaño a Guille a comprar algo de abrigo a Irene. La pobre se encuentra muy mal; ha pasado toda la noche vomitando y ahora está durmiendo un poco.
Nos arreglamos, nos ponemos todos guapísimos y un par de “combis XXL” vienen a buscarnos para llevarnos a la finca donde se celebrará la boda. Por el camino nos detenemos para dejar pasar al coche de Ramón y que así, llegue antes que nosotros, costumbre totalmente contraria a la española, donde los invitados esperan al novio y no al revés. Tras un buen rato, nos dicen que continuemos. Al llegar a la finca, los novios y los invitados peruanos nos están esperando! Hemos esperado demasiado. Siento un poco de vergüenza colectiva…
El lugar es espectacular y, a la vez, contradictorio. Parece un bonito oasis en medio de tierras de cultivo y casas pobres. Y nosotros en medio de esta pobreza derrochando lujo…
La capilla es preciosa. Las familias y los novios están, como es de esperar, muy nerviosos. Creo que es la primera boda en mi vida que no se me hace pesada. De hecho, el sermón del cura consigue emocionarme, me llega de verdad, me da donde duele. Habla sobre las tres partes de una relación: atracción física, amistad y sacrificio por el otro, además de que sin comunicación no hay nada, que sin amor no somos nada. Me parece una visión más filosófica que religiosa del matrimonio y por eso me gusta. Pero a la vez, siento una profunda tristeza… tristeza porque esas ilusiones que también yo tenía, se rompieron, fracasaron o, más bien, no eran reales.
Me gustaría estar a solas los últimos días del viaje para poder pensar tranquilamente en todo esto.
El día transcurre, como es de esperar, feliz. Encuentro muchas diferencias con respecto a las bodas españolas que me encantan. Por ejemplo, nos levantamos a cada momento a bailar o hacer algún tipo de juego. Entretanto, me asomo a ver cómo está Irene. Apenas ha dormido y como no puede comer nada, pidió a los dueños de la finca si había algún lugar en el que pudiera tumbarse un poco. Ella aspiraba, como mucho, a un sofá pero, en cambio, le cedieron una habitación enoooorme en la que, al fondo del todo, había una cama gigantesca con dosel del siglo XIX, creo recordar. Los muebles eran todos de la misma época y hasta la puerta de la habitación parecía sacada de una película. Cuando me asomaba a ver si estaba bien, apenas la distinguía en la penumbra, allá a lo lejos, acurrucada tan pequeñita en medio de una cama de gigantes.
A media noche, empieza la “hora loca” en la que los novios sacan unos gorros con los que disfrazarse. Como se trata de una boda de nacionalidades mixtas, el lado peruano ha preparado cholos, que son los típicos gorros de los indígenas, y nosotros que junto con los padres y hermanos del novio formamos la comitiva española, hemos llevado sombreros cordobeses, boinas vascas y algún tricornio para hacer la gracia.
¡Creo que es la boda más divertida en la que he estado nunca!.
Como ya es habitual desde que llegamos, nos levantamos temprano, desayunamos y acompaño a Guille a comprar algo de abrigo a Irene. La pobre se encuentra muy mal; ha pasado toda la noche vomitando y ahora está durmiendo un poco.
Nos arreglamos, nos ponemos todos guapísimos y un par de “combis XXL” vienen a buscarnos para llevarnos a la finca donde se celebrará la boda. Por el camino nos detenemos para dejar pasar al coche de Ramón y que así, llegue antes que nosotros, costumbre totalmente contraria a la española, donde los invitados esperan al novio y no al revés. Tras un buen rato, nos dicen que continuemos. Al llegar a la finca, los novios y los invitados peruanos nos están esperando! Hemos esperado demasiado. Siento un poco de vergüenza colectiva…
El lugar es espectacular y, a la vez, contradictorio. Parece un bonito oasis en medio de tierras de cultivo y casas pobres. Y nosotros en medio de esta pobreza derrochando lujo…
La capilla es preciosa. Las familias y los novios están, como es de esperar, muy nerviosos. Creo que es la primera boda en mi vida que no se me hace pesada. De hecho, el sermón del cura consigue emocionarme, me llega de verdad, me da donde duele. Habla sobre las tres partes de una relación: atracción física, amistad y sacrificio por el otro, además de que sin comunicación no hay nada, que sin amor no somos nada. Me parece una visión más filosófica que religiosa del matrimonio y por eso me gusta. Pero a la vez, siento una profunda tristeza… tristeza porque esas ilusiones que también yo tenía, se rompieron, fracasaron o, más bien, no eran reales.
Me gustaría estar a solas los últimos días del viaje para poder pensar tranquilamente en todo esto.
El día transcurre, como es de esperar, feliz. Encuentro muchas diferencias con respecto a las bodas españolas que me encantan. Por ejemplo, nos levantamos a cada momento a bailar o hacer algún tipo de juego. Entretanto, me asomo a ver cómo está Irene. Apenas ha dormido y como no puede comer nada, pidió a los dueños de la finca si había algún lugar en el que pudiera tumbarse un poco. Ella aspiraba, como mucho, a un sofá pero, en cambio, le cedieron una habitación enoooorme en la que, al fondo del todo, había una cama gigantesca con dosel del siglo XIX, creo recordar. Los muebles eran todos de la misma época y hasta la puerta de la habitación parecía sacada de una película. Cuando me asomaba a ver si estaba bien, apenas la distinguía en la penumbra, allá a lo lejos, acurrucada tan pequeñita en medio de una cama de gigantes.
A media noche, empieza la “hora loca” en la que los novios sacan unos gorros con los que disfrazarse. Como se trata de una boda de nacionalidades mixtas, el lado peruano ha preparado cholos, que son los típicos gorros de los indígenas, y nosotros que junto con los padres y hermanos del novio formamos la comitiva española, hemos llevado sombreros cordobeses, boinas vascas y algún tricornio para hacer la gracia.
¡Creo que es la boda más divertida en la que he estado nunca!.